La
Cordillera Volcánica, en Guatemala, ha funcionado a la manera de un
peculiar corredor biológico. Gracias a esa maravillosa propiedad, sus
bosques se han ido configurando desde los últimos 16 millones de años,
cuando menos. Es decir, de simientes que proceden de lejanas latitudes, y
que principiaron a establecerse aquí desde mediados del período Mioceno
de la historia de la vida sobre la Tierra.
Por aquellos
lejanos tiempos, llegaron las primeras oleadas de árboles inmigrantes,
procedentes de Norteamérica. Entre los pioneros se contaron las
fragantes coníferas: pinos, cipreses, enebros y abetos (localmente
pinabetes). Junto a ellas, palmo a palmo, también arribaron las primeras
poblaciones de cerezos silvestres, de encinas, alisos, fresnos, nogales
y olmos. Su establecimiento formó los primigenios bosques, que hasta
hoy persisten, cual reliquias, en hermosos pero frágiles entornos.
Vegetación
como aquella avanzó sobre la Cordillera, siempre hacia el sur, en un
lento pero inexorable proceso de dispersión. Si algún linaje se topaba
con un obstáculo infranqueable, allí quedaría detenido. Sus múltiples
especies, si acaso las tuviera, irían quedándose desparramadas en
poblaciones que rememorarían sus fantásticas historias. La evidencia de
tal portento persiste en los pinos centroamericanos: abundantes y
variados en Guatemala, mucho menos en Honduras y El Salvador, escasos en
Nicaragua y ninguno en Costa Rica.
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